Acaricias tu escritorio con las
puntas de los dedos. Sentado, dándote la espalda, miro a través de la ventana.
Golpeo mi pierna derecha con el pulgar. Éste se detiene sobre el muslo con la
precisión de un metrónomo, y se mezcla
con el sonido, la mayoría de las veces imperceptible, que sólo se escucha al
guardar silencio y pasar saliva.
Todas mis
amigas me dicen que tengo los sentidos y los gustos desordenados, que disfruto
exactamente lo que no debería, que lo podrido es mucho mejor que lo fresco. Un hombre
duerme a dos filas de distancia. Su rostro se recarga sobre su mano. Me fijo en
sus labios, hundidos en su mejilla. Están rojos y ligeramente resecos. Vuelo
hacia ellos, me detengo en la nariz y me alejo cuando me ataca con un cuaderno.
Su cuaderno
se escapa de sus manos y sale volando. No me doy cuenta de ello sino hasta que me
golpea. La sorpresa me hace tirar mi lápiz al suelo. Adrián lo levanta y me lo
extiende. Un tanto molesta recojo la libreta y la devuelvo. Ese sujeto, el que
estaba dormido, regresa a su estado anterior. Desaparece y deja de ser otra
cosa más que parte del paisaje. Dentro de este edificio sólo existimos Adrián y yo. Los demás, el supervisor y los otros
presentes, son meros ornamentos.
Aterrizo en
el escritorio. Un gordo ríe. La risa hace que una migaja húmeda caiga de su
boca. Me sacuden con la mano derecha y vuelo hacia los restos de comida.
Te sigo observando, pero con
mayor discreción que antes. Ya te diste cuenta de que mi cabeza gira hacia ti
cada pocos minutos. Saco un espejo de mi bolsillo y finjo limpiarlo. Lo acomodo
en un ángulo que me permite apreciar tu reflejo en él.
Chupo la
mayonesa. Me pregunto si el gordo sabe igual que ella. Me detengo sobre sus dedos y comparo. El gordo
tiene las manos aún más húmedas y saladas que la comida que se escapó con la
carcajada.
Adrián limpia
un espejo con la manga de su camisa. Me gusta que lo haga porque así puedo ver
su cara. Su uniforme negro, ya casi gris por los años, me resulta mucho más
conocido que su rostro, que en cuanto hace contacto visual conmigo se esconde.
No es que me guste, sino que su persona, ausente y abstraída, despierta cierta
curiosidad en mí.
Nuevamente
emprendo el vuelo, pero ahora sin un objetivo. Ya no tengo hambre, así que giro
por el salón en búsqueda de la cabeza que huela mejor. Paso sobre todas. Los
distraídos me observan, sus miradas me inquietan. Sé que ellos serían los
primeros en lanzar otro manotazo.
El cemento omnipresente, los
rayos de luz que se filtran a través de los pocos árboles y las ardillas al pie
de éstos. La calma sin vacío, llena de
ecos, hace que aprecie mejor la manera en que las hojas caídas se mueven por el
viento. La manera en la que, de éstas, cae el rocío de la mañana y el vapor de
mi aliento humedece el vidrio sobre el que recargo la frente. Tú, a unos
centímetros de mi cuello a pesar de estar a metros de distancia.
Me detengo
sobre la cabeza de una chica castaña. Huele como el pastel que desayuné.
Descanso ahí durante un rato. Froto mis patas delanteras y la chica sacude la
cabeza. Decido salir de aquí y me estrello contra un vidrio. El vidrio nunca esta, solamente aparece
cuando creo que no podría detenerme. Vuelvo a intentarlo y fracaso de
nuevo. De repente estoy en la oscuridad. Una mano me lleva hasta un recipiente
que se sella.
Siento un
leve hormigueo en la cabeza. La agito, era una mosca. Adrián se pone de pie
mientras el supervisor revisa unos papeles en su escritorio. Rodea la mosca con
sus manos y la tira al suelo. Escucho su zapato dando un pisotón. Antes de sentarse
me sonríe una vez más. Lo hago también.
Ha pasado
mucho tiempo. Estoy en un sitio oscuro, todo se mueve y se agita a mí
alrededor. Tras un rato, la mano que me atrapó me saca. Me toma con una de las
manos y me lleva a su boca. Los dientes se acercan, pero antes de que me
aplasten, lo hace su lengua contra el paladar.
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